29 dic 2010

La soledad de los extranjeros


IV Concurso de Cuentos Breves
Universidad San Sebastián, Noviembre 2010


La soledad, cuando se asume, a veces resulta casi agradable. Me convenzo que la soledad sólo existe cuando se está rodeado de personas y no hay nada que te ligue a ellas. La ciudad, en todas sus formas, es la capital de la soledad. Esta ciudad hace que me sienta más lejos de donde vengo y tan cerca de mí misma, que lamento no parecerme todos. Salgo a caminar buscando espacios vacíos, cuando necesito aire y colores. Cuando quiero abstraerme para estar lúcida, y sentir más profundo para poder razonar. Es difícil aquí. La ciudad tiene ojos, no dice mucho, pero lo ve todo. Los espacios están llenos de extraños que me mantienen tensa. Debo cruzar entre las gentes, otras me miran desde los autos, desde las esquinas de enfrente cuando esperamos que cambie el semáforo, todos están mirándome sin ver, siquiera, que yo también los miro.

En el campo no es así. Donde yo vivo no se siente soledad porque no hay nadie más viendo lo que haces, ni fijándose en como te ves, ni mirándote raro si haces algo muy diferente a lo que todo el resto hace en su asumida cotidianidad. El campo es otra cosa. Nunca te pone barreras, es como si el bosque te hiciera sentir que eres parte de él. En la ciudad no se distinguen voces, sólo un murmullo interminable que ensordece a quienes habitan dentro de él. Un sonido homogéneo y constante, como lo que se oye dentro de los sueños, a través de las paredes de una habitación acolchada.

Salgo a caminar y lo hago despacio. No hay nada que me apure, porque no tengo que llegar a ninguna parte y sé que nadie me espera, ni se preocupará si se hace tarde y no aparezco. Abro bien los ojos para que el mundo crea que estoy alerta, y avanzo a encontrarme con el vértigo urbano. Cuando quiero escapar me pongo los audífonos y mi soundtrack me lleva suspendida en dimensiones alternas. Las siluetas son sombras, los rostros, historias leves hechas a borrones. Desde aquí, recuerdo la humedad del sereno penetrando mis pies, cuando camino descalza por el pasto en esos viajes nocturnos que acostumbro hacer bajo la luna de enero, en mis noches perfectas, sintiendo palpitar la insoportable belleza de una atmósfera silvestre y propia.

Las vacaciones las paso en mi casa. En verano las tardes son eternas y en ellas cabe toda la poesía. Amo mi soledad de no estar sola. Con mi perro, acostados en el pasto, miramos pasar los días, crecer las sombras y encontrarse hasta hacerse una sola: la noche fresca, llena de sonidos lejanos. Desearía poder estar siempre así, en mi casa olvidada de campo. Pero está la ciudad a la que no me acostumbro, la gente que no me entiende, la universidad que odio, y su conocimiento, que sirve para todo menos para la vida.

Si el atardecer de la ciudad es del mismo color, me pregunto qué es lo que en el campo lo hace tan diferente. Quizás, poder dejar mi vista perderse en la inmensidad del bosque de siempre, cada vez más ajeno. Aún tratando, no podría ser una chica de ciudad, porque vivo en un sitio donde rara vez se oye algo más que el sonido del viento repitiendo las mismas historias que me contaba cuando era niña.

A veces voy al mall, a la hora en que la ciudad almuerza. Suelo comprar un helado de pistacho, o de chocolate suizo, y subo al segundo piso. Ubico la esquina vacía de un banco y me instalo a observar. A mi lado una pareja de ancianos hace lo mismo, lamen sus helados y de vez en cuando se dicen entre sí, algo que no alcanzo a oír. De algún lugar, extrañas empiezan a venirme las ideas y descubro que no tengo más papel para escribir que un par de boletas arrugadas en el bolso. Imperdonable para la cazadora-recolectora de poesía, que quiero ser. Me digo que necesito una libreta y prometo comprarla luego. Extranjera en mí misma, me siento. Implantada en la ciudad universitaria. Injertada en la rama de una ciudad sin árboles.

Desde lo alto de mi anfiteatro examino con rigor científico el cotidiano espectáculo del centro comercial. El flujo de gente es un río calmo a esas horas de la tarde. Parejas de adolescentes, familias fotografiando a sus bebés en la pileta, grupitos de escolares, una fila en el cajero automático, mujeres con niños, otras saliendo con bolsas de las tiendas, uno que otro hombre solo, ancianos, y gente que se conoce y se encuentra en la mitad del mall. Universitarios, sentados riendo en el patio de comidas. Intento identificar a los implantados, como yo, pero exitosos. Es imposible, porque los implantados exitosos no se distinguen, han modificado tanto su fenotipo, que se ven igual a cualquier chico de ciudad. Lo simple es vestirse a la moda y usar unas Rayban (o su copia falsa). Lo difícil es sacarse la tierra de las uñas y olvidar que se tuvo los bolsillos llenos de flores, frutos y semillas. Cuando la corriente es sólo caminar, ir contra ella debe ser detenerse en el medio, pienso. O sentarse en el segundo piso a observar como lo haría un etnógrafo o un jubilado triste.

Aquí, tan lejos de la presencia amiga de los árboles a contra luz y las aves que murmuran dulcemente en sus escondites que conozco, camino, esquivando las miradas imaginarias de los androides callejeros. Semáforos, el idioma de los colores, de las sombras y los silencios ilegibles. Tristemente. Sucesivamente. En los paisajes urbanos, a menudo se repiten las mismas escenas. Interminables veces con distintas caras que se vuelven una, en el profundo no-conocerse de la ciudad. Y es que nadie despierta mínimamente mi atención. Concluyo -esta ciudad es demasiado pequeña, o he estado todo el tiempo en el lugar equivocado-.

14 dic 2010

Hay un lugar donde van todas las cosas perdidas



A veces hay que olvidarse de sentir, para poder seguir el ritmo brutal del mundo. ¿El problema? No puedo. Siempre queda un espacio, una grieta oculta por donde suele colarse un sentimiento sin ser visto, hasta que ya es lo suficientemente grande como para ser extirpado sin dañar los tejidos que lo rodean. La vida es simple y drástica: salvarse o morir.

Nunca me dijo nada, me vio llorar frente a todos y me abrazó antes de volver donde estaba ella. No dijo nada y simplemente me fui lejos, al único lugar capaz de salvarme de la vida real. Desde allí lo vi enamorarse de otra, matando en mí todo amor y respeto, ensuciando sin remedio lo único puro. Era diciembre hace tres años, había tardes como estas, días llenos de sol y angustia. Una temporada de fiestas donde yo no era bienvenida e incluso fui olvidada. Él nunca habló, pero me empujo a lo incierto obligándome a recordar cómo se sentía el vacío.

Pensé y me prometí que nunca le causaría un dolor como ese a nadie, que no era justo, que lo peor siempre es el silencio y no poder negar lo que es evidente. De todos modos yo no estaba preparada para confesiones y él no estaba preparado (nunca lo ha estado) para la sinceridad. La conversación se desvió hasta que no hubo más remedio que terminar con las suposiciones. El placer de descargar la conciencia se mezcló con el dolor profundo de no poder evitarle a él la tristeza, curiosamente la misma, de la misma forma, en la misma época en que fue mi turno sufrir por causa suya. Aunque pareció comprender y me negó la posibilidad de sentir culpa, vi sus ojos y recordé mi promesa, y lamenté que no sirviera de nada, si finalmente el dolor es dolor y no importa el tiempo ni la forma ni las razones.

Salimos de ahí y caminamos entre la gente concentrada en las compras de navidad y el sonido de los villancicos complementando las escenas de un drama bizarro y mal hecho. No volvimos a hablar porque ya todo estaba roto. No importaron los exámenes ni los premios ni los perritos que regalaban en la plaza. Hablamos del psiquiatra y sus recomendaciones que nadie tomaría en cuenta, ni yo, ahora al menos. Él dijo que no creía en la palabra del psiquiatra, yo le dije que tampoco, pero que no tenía más opción, que finalmente esto era la vida: la ilusión de creer en algo.

Después lo abracé y me fui, sabiendo que lo vería quizás muchas veces, pero que desde hoy para él yo ya no era más la misma. Avancé media cuadra y volteé para verlo contar sus monedas antes de subirse a la micro nueve y desaparecer. Sólo un segundo y continué sin querer pensar en nada. Crucé el puente con los ojos tirantes por el viento y las lágrimas, sola otra vez bajo una tarde vacía, del color de los restos de sol apenas tibios, del color que tienen las cosas cuando pierden la vida.

9 dic 2010

Ventana azul


Le digo que me gusta su ventana porque parece que siempre es amanecer. Él no dice nada, se ríe a veces, mientras lava la loza apilada en el lavaplatos. Lo que quiero decirle es que me gusta él, pero sólo le digo lo mucho que me gusta su persiana azul. Hace poco llegué, por eso la timidez de siempre, que no consigue ahuyentar el beso con que minutos antes nos dijimos hola en la puerta de calle.

Se ha hecho rutina, pero una rutina tan dulce que sería incapaz de causar hastío a nadie. Cada día la distancia crece un poco más cuando camino a su casa. Lo llamo desde la esquina para darle tiempo de subir a abrirme aunque, de alguna forma, siempre llego antes. Veo su silueta en movimiento a través de las rendijas del portón y el sonido eléctrico de éste al abrirse despierta otra vez mis signos vitales casi detenidos.

Nos saludamos y, entonces, descendemos en fila la pendiente del sendero: él, yo, mi nerviosismo adolescentes y ese miedo tonto de los primeros encuentros. Al entrar me quito la cartera y la dejo caer en el sillón o sobre la mesa, más tarde me sacaré los zapatos y me pondré sus calcetines de lana que ya son míos.

Como para distraer la tensión que me paraliza voy examinando en silencio los rincones llenos de objetos que convierten el espacio en suyo, y él, que no sospecha que también quiero ser suya apenas he entrado a su casa, deambula por ahí desapareciendo a ratos, advirtiendo el secreto riesgo de amar lo que no se tiene.